Autobiografía y medios audiovisuales

Mohsen Makhmalbaf: Nun va goldoon

El narrador literario utiliza el “yo” con frecuencia, para otorgar mayor verosimilitud a un discurso, que no siempre debe considerarse como una confesión del autor, que de ese modo se refiere a sus circunstancias personales. Tradicionalmente, el «yo» de la narrativa suele ser una convención tan arbitraria como el «había una vez» de los cuentos de hadas, pero no constituye prueba de nada. Se trata de un tópico expresivo destinado a incrementar la verosimilitud del discurso. Cuando aparece, el lector es invitado a volverse cómplice de un juego que no se toma en serio. Jorge Luis Borges comienza de este modo su testimonio de la existencia de un mundo paralelo:

Bioy Casares había cenado conmigo esa noche y nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera persona cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores (…) la adivinación de una realidad atroz o banal. Desde el fondo remoto del corredor, el espejo nos acechaba. (,,,) Entonces Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres. Le pregunté el origen de esa memorable sentencia y me contestó que The Anglo-American Cyclopaedia la registraba, en su artículo sobre Uqbar. (Borges: Tlön, Uqbar, Orbis Tertius)

¿Uqbar? La denominación que corresponde a eso que no pasa de ser una invención del autor, llega después de algunas frases que describen el mundo real distorsionado por mecanismos de la realidad. Tras una búsqueda del narrador que incluye la participación de otros personajes reales aparte de él (como el padre de Borges y el poeta Carlos Mastronardi), situaciones ocurridas en lugares reales (un barrio de Buenos Aires), mediante el empleo de objetos que solo tienen una existencia probable (diferentes ediciones de una enciclopedia, una bibliografía, el volumen XI de A First Encyclopaedia of Tlön), el autor descubre la existencia de un mundo paralelo, que desde hace años está creciendo y poco a poco va desplazando al mundo real.

En los cuentos de Borges se halla una serie de pistas autobiográficas, pero se equivocaría quien las interpretara literalmente, porque al seguirlas conducen a situaciones tan improbables como las de El Alef  o Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Borges o Fellini, velan prudentemente sus circunstancias personales, las distorsionan mediante bromas, extravían a todo aquel que pretenda desentrañarlas. Si algo llega a saberse de Borges a través de sus ficciones, no informa demasiado sobre el personaje real.

Cuando Umberto Eco cuenta en El Nombre de la Rosa cómo halló un manuscrito del cual provendría (situación que no pasa de ser hipótesis) el texto de la novela, tampoco hace falta tomar en serio sus palabras.

 El 16 de agosto de 1968 fue a parar a mis manos un libro escrito por un tal abate Vallet.. (…) El libro, que incluía una serie de indicaciones históricas en realidad bastante pobres, afirmaba ser copia fiel de un manuscrito del siglo XIV, encontrado a su vez en el monasterio de Melk, por aquel gran estudioso del XVII al que tanto deben los historiadores de la orden benedictina. La erudita trouvaille (para mí  tercera, pues, en el tiempo) me deparó muchos momentos de placer mientras me encontraba en Praga (…). No eran muchas las razones que podían persuadirme de entregar a la imprenta mi versión italiana de una oscura versión neogótica francesa de una edición latina del siglo XVII de una obra escrita en latín por un monje alemán de finales del XIV. (Eco: El Nombre de la Rosa).

¿Por qué eludir lo autobiográfico? No sería lo propio de alguien que se ha concedido la oportunidad de madurar, alguien consciente de las grandes preocupaciones de su tiempo, considerarse el centro del mundo y pretender que otros acepten esa perspectiva. Se trata (suele haber consenso al respecto) de un punto de vista inmaduro, criticable, que debe ser abandonado para dar sitio a la objetividad. Pero al mismo tiempo, ¿cómo dejar de lado ese material que se conoce tan bien y puede resultar tan relevante? ¿En nombre de qué puritanismo, disciplina de partido o voluntad de satisfacer una demanda del mercado, alguien debe ocuparse tan solo de los temas aprobados por la mayoría de la sociedad?

 En El Espejo [Crkalo] yo no quería hablar de mí mismo, sino de los sentimientos que tengo frente a las personas que me son próximas, de mis relaciones con ellas, de mi perpetuo sentimiento hacia ellas, pero también de mi fracaso y del sentimiento de culpa que por ellas siento. (Tarkovski: Esculpir en el Tiempo)

O sea: no intentaba referirse a nada que no fuera él mismo, aunque eludiera las circunstancias concretas de su biografía. Tradicionalmente el artista suele tomar un sinnúmero de precauciones para referirse a sí mismo. Probablemente quiere hacerlo, necesita hacerlo para aliviar complejas tensiones emocionales que no ha logrado resolver, pero al mismo tiempo interpone subterfugios, mediaciones que impiden reconocer esa dependencia que se da entre su discurso y quien lo produjo.

Andrej Tarkovski: Crkalo

Tarkovski se ha formado en una sociedad en la que lo individual no está bien visto y lo colectivo es el valor supremo impuesto por el Estado (es lo que le ocurre a alguien nacido y crecido en la URSS del régimen stalinista). Por lo tanto, superpone distancias, metáforas, poemas, material documental (como las imágenes documentales del ejército soviético durante una retirada), mientras se omite a sí mismo del encuadre, para que al mismo tiempo se perciba la autorreferencia y no pueda acusárselo de imponerla a sus espectadores, como una debilidad criticable del artista.

En otros casos, el artista puede haber nacido y crecido en un país latinoamericano donde el desorden creativo y el individualismo se aceptan como factores normales de la vida cotidiana de todo el mundo, incluyendo al discurso de los artistas:

Casi todos mis personajes son como rompecabezas armados con piezas de muchas personas distintas, y por supuesto con piezas de mí mismo. (García Márquez: El sabor de la guayaba)

Aquel que se embarca en un trabajo creativo, se encuentra en una situación tan difícil de sobrellevar con éxito, tan exigente de sus capacidades, que utiliza todo lo que tiene a mano, y en el mejor de los casos (cuando consigue ejercer algún control sobre ese material) lo reelabora, lo convierte en vehículo expresivo, parcialmente desligado de su primitiva significación, valedero más allá del contexto de donde fue extraído.

Mohsen Makhmalbaf, joven activista que se opuso al régimen del Shah de Irán, ve tal vez defraudadas sus esperanzas veinte años más tarde, cuando se ha convertido en un actor y director de cine exitoso, en un padre de familia. Cuando rememora las circunstancias que lo llevaron a atacar a un policía para quitarle un arma (tras lo cual fue juzgado, encarcelado y convertido en héroe de la revuelta) referirse a sí mismo en Nun va Goldoon, le permite referirse a las expectativas de toda una generación, que sufre en la actualidad otra censura.

Escribir una novela es una ceremonia parecida al strip-tease. Como la muchacha que, bajo impúdicos reflectores, se libera de sus ropas y muestra, uno a uno, sus encantos secretos, el novelista desnuda también su intimidad en público a través de sus novelas. Pero, claro, hay diferencias. Lo que el novelista exhibe de sí mismo no son sus encantos secretos (…) sino demonios que lo atormentan y obsesionan, la parte más fea de sí mismo, sus nostalgias, sus culpas, sus rencores. Otra diferencia es que en un strip-tease la muchacha está al principio vestida y al final desnuda. La trayectoria es a la inversa en el caso de la novela: al comienzo el novelista está desnudo y al final vestido. Las experiencias personales (…) que fueron el estímulo primero para escribir la historia quedan tan maliciosamente disfrazas durante el proceso de la creación que (…) nadie puede escuchar ese corazón autobiográfico que late fatalmente en toda ficción. (Vargas Llosa: Historia Secreta de una novela)

Deborah Hoffman: Complaints of a Dutiful Daughter

El “yo” de la cineasta Deborah Hoffman que aparece en el documental Complaints of a Dutiful Daughter, tiene múltiples formas de manifestarse: a) ella se presenta en la pantalla afirmando ser quien efectivamente es; b) su voz en sincro y fuera de la pantalla apoya esa enunciación; c) ofrece las circunstancias del Alzheimer de su madre como tema del filme; d) aporta una serie de documentación (recortes de prensa, fotografías, filmaciones en súper 8, trascripción de llamadas telefónicas, etc.) que confirman la identidad de la madre, y en consecuencia su propia identidad; e) identifica a la camarógrafa que registra todo lo anterior como su pareja, con lo que se define como lesbiana; etc.

Hoffman se expone ante la audiencia del filme de muchas maneras, algunas inaceptables para otros cineastas. Los espectadores pueden evaluar su conducta (deja a su madre en una institución dedicada a cuidar enfermos de Alzheimer, en lugar de atenderla ella, es lesbiana en lugar de heterosexual, etc.)

Hay culturas donde la producción del artista impone un respeto y una atención “natural” de la audiencia a la cual se dirige, una concentración y distancia que no parece requerir ningún esfuerzo de parte del artista. En otras culturas, en cambio, esa situación no se da, la indiferencia o animadversión predominan, y por lo tanto se necesita de una gran habilidad para generar una disposición favorable de la audiencia.

En la Antigüedad, las circunstancias personales de la vida de los dramaturgos no son utilizadas cuando ellos escriben sus obras; porque se refieren a personajes mitológicos o extraídos del folklore, figuras y situaciones que los artistas no tuvieron la responsabilidad de inventar. Referirse a lo personal (las rencillas con otros personajes de la época) era una preocupación secundaria, aceptable tan sólo como recurso cómico, de acuerdo a lo que revelan las farsas de Aristófanes que ponen en ridículo a sus enemigos. Si Sócrates cuenta un episodio que acaba de sucederle poco antes de dialogar con sus discípulos, no va más allá en el retrato de su personalidad, porque la anécdota no lo compromete ni tiene otro objeto que motivar la discusión filosófica que viene de inmediato.

En la cristiandad, eso cambia. El católico habla de sí mismo (y de sus faltas) en privado, con el sacerdote habilitado para oírlo, durante la confesión, que es un sacramento y le asegura la inviolabilidad de la comunicación, mientras que el protestante lo hace en público, para que toda la comunidad se entere de sus faltas y el arrepentimiento que lo embarga. En ambos casos, referirse a uno mismo tiene un carácter purificador, que no puede confundirse con la vanagloria o la limitación intelectual.

Quien no ha cometido errores, quien no se arrepiente de nada, quien no ha sufrido o sufre con suficiente intensidad, quien no ha sobrevivido a experiencias extremas, es probable que no tenga mucho que decir (o que si se empeña en decirlo, nadie le preste demasiada atención). Desde esta perspectiva resulta inconcebible un discurso que sólo exprese «nada ha cambiado en mí», «soy como fui», «estoy satisfecho de mí», «lo he pasado muy bien» o «nada me falta». Hablar de sí es referirse a los conflictos que el personaje afronta, las dificultades que encuentra para resolver y las opciones difíciles que debe superar, para resultar digno del interés de una audiencia.

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