Cinefilia, coleccionismo y consumo

Quizás esto suena extraño al usuario de las redes sociales de hoy, que dispone en You Tube, Netflix u otras plataformas, de un inmenso repertorio de filmes de todos los países, todas las épocas y todos los géneros, que puede consultar cuando quiere o le resulta más cómodo, sin moverse de su casa o en cualquier parte, gracias al teléfono celular. Algunas veces en su lengua original y subtitulados o no, otras mal doblados al español; algunos completos, otros fragmentados, en algunos casos pagando y en otros gratis, pero aceptando la intercalación de publicidad que puede ser omitida mediante un clic del mouse.

En el pasado, haber tenido la posibilidad de ver una copia completa de Metropolis de Fritz Lang u otra de Octubre de Eisenstein, titulada por Edmundo Eichelbaum, donde todavía se podía ver a Leon Trotzky a la par de Lenin, antes de que la censura estalinista lo suprimiera por completo, o quizás el único cortometraje dirigido por Jean Genet y prohibido por la censura… todo eso definía una experiencia inhabitual, irrepetible, que algunos privilegiados ostentaban frente a sus amigos, mientras el resto lamentaba haber perdido.

Charles Chaplin: The Immigrant

El hecho de que algunas copias estuvieran atrozmente rayadas, que faltaran fotogramas, que los contratipos hubieran aumentado el contraste y perdido los detalles de la foto original, que en cualquier momento el nitrato del soporte fílmico pudiera explotar en la cabina de proyección y terminar con la vida de los espectadores que se arriesgaban a ver esas funciones en la escasa compañía de otros fanáticos, en lugar de minimizar el impacto de la exhibición, le otorgaba un aire de aventura, de azar, que valorizaba lo sucedido y lo que no llegaba a suceder.

Aunque el cine fuera desde sus comienzos un medio masivo, la cinefilia se alimentaba de lo único, lo raro, lo irrepetible, lo opuesto a la opinión dominante, para la cual el cine era lo de siempre, lo que se demandaba colectivamente, el producto de una industria del entretenimiento que se elaboraba para satisfacer la demanda colectiva de pasatiempo.

Serguei Eisenstein: Ivan Grozyn II

Recuerdo la tarde calurosa en que conocí a quien iba a ser mi amigo hasta su muerte, Tito S., durante una sesión del Festival de Cine de Mar del Plata, porque al salir de la sala, después de haber asistido con unos pocos espectadores a la primera exhibición en el continente de la segunda parte de Ivan Grozyn II de Serguei Eisenstein, liberada por la burocracia soviética diez años después de haber sido producida, nos pusimos a hablar de la experiencia, que nos había desbordado con su mezcla de teatralidad, color, ópera, coreografía, consignas.

Sabíamos que esa película existía desde meses antes, cuando se había presentado en la Feria Internacional de Bruselas. Lo habíamos leído, pero al mismo tiempo sospechábamos que por culpa de la Guerra Fría nunca la veríamos. Después de conocerla, no éramos los mismos. Nos parecíamos en eso. Era un sentimiento fraternal, reconfortante (por la comprobación de no estar solo en el disfrute) similar al que experimentan los fanáticos de un club de fútbol o los asistentes a un ciclo de óperas..

El cine tenía eso. Por un lado convocaba a multitudes de consumidores anónimos, que solo esperaban un entretenimiento fácil, más de lo mismo. Por el otro, marcaba a los adictos que paladeaban cada encuadre y les permitía reconocerse entre ellos, establecer una comunidad de conocedores, gourmets que se relacionaban entre ellos, sintiéndose privilegiados, para compartir experiencias, que conocían en detalle la carrera de un actor, de un director, de una determinada escuela y veían continuidades, recurrencias, oposiciones, donde la mayoría distinguía. Los dos circuitos coexistían. Por un lado iban aquellos que parecían condenados al disfrute rápido, por el otro aquellos que indagaban en su experiencia.

David Lean: Brief Encounter

Años antes, cuando era un chico, debo haber inventado la cinefilia por mi cuenta. Leía las críticas de cine de La Nación todos los viernes, y trataba de ver los títulos que esas críticas elogiaban, cuando los exhibían en mi pueblo, a veces varios meses más tarde. Así fue como descubrí The River de Jean Renoir o Letter of an Unknown Woman de Max Ophüls o Brief Encounter, de David Lean o Manon, de G.H.Clouzot, a pesar de que era prohibida para menores, por su historia de prostitución durante la Segunda Guerra Mundial y la breve visión de un pezón de la heroína muerta.

Descubrí The Rise of American Film en la Biblioteca de mi colegio secundario. ¿Cómo había llegado allí? No lo sospecho. Me costaba desentrañar el texto en inglés, porque apenas tenía dos clases por semana, que se iban en leer texto elementales, pero las ilustraciones del libro eran fascinantes. ¿Qué había visto yo del cine de Griffith, de Ince, de Eric von Stroheim y King Vidor, de Lubitsch y Ford? Nada y al parecer eran obras de museo, como La Gioconda o la Capilla Sixtina, que uno debía conocer. Los cortos de Chaplin, Harold Lloyd y Laurel & Hardy podía verlos en las funciones para niños de los sábados por la tarde, que no disfrutaba demasiado, porque los chicos iba a hacer ruido, como sucedía más tarde con las exhibiciones de medianoche para una audiencia juvenil. Yo iba al cine a ver cine, no a hacerme notar por mis iguales, pero las proezas de Buster Keaton me estaban negadas. Para mí, ir al cine era como ir a la Biblioteca a leer cualquier cosa que yo decidiera leer, aunque no fuera lectura obligatoria.

Descubrí los movimientos de grúa en los musicales de la Metro, a eso de los ocho años, viendo Ziegfeld Follies. Cambiaba la distancia de los personajes en el encuadre, y yo podía notarlo viendo los bordes, no lo que estaba en el centro. No tenía la menor idea de cómo se hacía eso, pero me estaba fijando en cómo se hacía una película y no hallaba respuestas, pero estaba decidiendo mi futuro.

Comencé a coleccionar cine inglés a los diez años. La fotografía contrastada de Robert Krasker me fascinaba. Para ir al cine, necesitaba convencer a mi padre de que me llevara con él, los sábados en la noche (mi madre se quedaba en casa, cuidando a mis hermanas más chicas). Solo, me hubiera sido imposible formar una cultura audiovisual.  Curiosamente, no recuerdo que mi padre me llevar a ver las películas que a él le interesaban, por lo que sospecho que me convertí muy tempranamente en el programador de sus experiencias audiovisuales.

En la actualidad, mientras el usuario de internet observa un filme disponible en ese archivo, puede detener la proyección para analizar la composición de un encuadre, o retroceder y verificar si lo que creyó ver u oír pocos segundos antes, se corresponde con lo que efectivamente vio u oyó. Si solo quiere consumir pasatiempo, avanza saltando tramos que su evaluación desinformada considera poco atractivos. Si trata de entender qué experimenta, dispone de herramientas formidables. Yo descubrí la moviola en la escuela de cine, por primera vez pude detener un fotograma o regresar una escena, y de todos modos era un aparato ruidoso, con el que resultaba imposible apreciar la banda sonora.

¡Qué fácil resulta hoy programar una cultura audiovisual! No se depende más del gusto o el capricho de los exhibidores de cada lugar, que programaban lo que de acuerdo a su experiencia les constaba que era lo más atractivo para su audiencia, o lo que proponían los distribuidores, interesados en arrendar no solo títulos famosos, sino todo su stock, incluyendo el material que a nadie interesaba. Hoy se entra en You Tube y no tarda en localizarse tal película japonesa de los años ´30, a veces en copias perfectas, a veces en otras borrosas, o una versión completa de La Passion de Jeanne D´Arc que se creía perdida o… el coto de caza del cinéfilo de hoy es inmenso, aunque sospecho que la cinefilia desapareció, porque todo resulta demasiado fácil.

En el pasado había que tener acceso a publicaciones especializadas (revistas semanales de la industria del espectáculo o compilaciones eruditas como el Filmlexicon) que siempre estaban desactualizadas. Si pretendía estar al tanto de lo nuevo, había que anotar en la oscuridad los nombres de los créditos de los filmes que se exhibían. Solo de ese modo verificaba quiénes eran los responsables de su factura.

Hoy, si quiere averiguar datos confiables, el usuario de Internet consulta el portal de IMDB, que ofrece decenas de miles de fichas técnicas y colecciones de críticas de todo el planeta. Ningún esfuerzo cuesta establecer la carrera de un actor, un director, un fotógrafo, un montajista, porque todo se encuentra al alcance de un buscador instantáneo.

La cinefilia (palabra que ha pasado a ser un arcaísmo que no vale la pena explicar a los jóvenes de hoy, porque no podrían practicarla) se alimentaba hace dos o tres generaciones del azar de la programación pública de las salas de cine y planteaba los mismos riesgos de un safari: con frecuencia demandaba demasiado esfuerzo del interesado, y a pesar de ello no siempre se obtenía nada que valiera la pena. Ver de otro modo el cine que veía cualquier espectador demandante de un pasatiempo trivial,  era más bien como enamorarse de una mujer inaccesible, sabiendo que habría más oportunidades de frustrarse, que de ser feliz.

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